jueves, 9 de julio de 2015


Artículo publicado en el Anuario semestral Dimens Ars. Valencia

Tres de Junio de 2015: Cabo Norte 71 10’  21’’

Hace ya un tiempo que pensaba que algún día iría al Cabo Norte. Idea que ha ido paseándose por mi cabeza, por mi deseo, en un ir y venir, aparecer y desaparecer con una itinerancia caprichosa, pero persistente. Una vez decidida a emprender este viaje, se lo comenté a Lorenzo Berenguer en lo que podría llamarse una charla de café, pues de hecho así era. Advertí su extrañeza por el destino elegido; pero yo quería ir allí y razones no me faltaban, aunque no vengan al caso.
La cuestión es que me sugirió que escribiera unas líneas para el Anuario, contando algunas de mis impresiones sobre el viaje e incorporando algún tipo de apunte que voy haciendo en mis diarios de viajes, pequeños cofres de secuencias de tiempo detenido, paréntesis de la cotidianidad y compañeros de mis idas y venidas que, en ocasiones, hago en solitario, aunque generalmente conozco personas, cosas, tiempos diferentes al mío cuya conjunción es enriquecedora.
El Cabo Norte, el punto más septentrional de Europa, es un lugar especial, habida cuenta de que cualquier lugar puede serlo cuando el espíritu así lo desea. Pero cuando viajamos, “siempre llevamos la maletita dentro”, nuestros recuerdos emergen traicioneramente unas veces para alegrarnos otras para llenarnos de nostalgia, una nostalgia indolora y perpleja que a mí me hace pensar: “¡estoy aquí, me parece increíble!”. Y esto es lo que me ha pasado en este recorrido en el que todos los días he tenido la ocasión de contemplar y sentir en mis carnes el sol de media noche, una experiencia singular cuya explicación física es conocida; pero sentirla es un plus añadido. Además, ver el proceso ya comenzado del deshielo tiene una poética visual cautivadora. El deshielo nos muestra unas montañas veteadas de blancos, ocres, verdes… en donde el frio helado de la nieve se funde con la eclosión de la Primavera Ártica, porque como ya decía Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la Primavera”.
De la misma forma, podrán pasar los años, pero no podrán borrar en mí el recuerdo de mis padres y el regalo que me han hecho con este viaje que no pudieron hacer, aun deseándolo, pues su tiempo vital se lo impidió.
Y tras esta Primavera, ya cercana al solsticio de verano, sigue existiendo lo que yo llamo: el Silencio Blanco del Ártico. Éste se ha venido conmigo llenándome de estímulos plásticos que verán la luz, sin duda alguna, en mi pintura, grabado, escultura… En suma, en mi trabajo.
María Jesús Soler

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