Artículo publicado en el Anuario semestral Dimens Ars. Valencia
Tres de
Junio de 2015: Cabo Norte 71 10’ 21’’
Hace ya un tiempo que pensaba que algún día
iría al Cabo Norte. Idea que ha ido paseándose por mi cabeza, por mi deseo, en
un ir y venir, aparecer y desaparecer con una itinerancia caprichosa, pero
persistente. Una vez decidida a emprender este viaje, se lo comenté a Lorenzo
Berenguer en lo que podría llamarse una charla de café, pues de hecho así era.
Advertí su extrañeza por el destino elegido; pero yo quería ir allí y razones
no me faltaban, aunque no vengan al caso.
La cuestión es que me sugirió que escribiera
unas líneas para el Anuario, contando algunas de mis impresiones sobre el viaje
e incorporando algún tipo de apunte que voy haciendo en mis
diarios de viajes, pequeños cofres de secuencias de tiempo detenido, paréntesis
de la cotidianidad y compañeros de mis idas y venidas que, en ocasiones, hago
en solitario, aunque generalmente conozco personas, cosas, tiempos diferentes
al mío cuya conjunción es enriquecedora.
El Cabo
Norte, el punto más septentrional de Europa, es un lugar especial, habida
cuenta de que cualquier lugar puede serlo cuando el espíritu así lo desea. Pero
cuando viajamos, “siempre llevamos la maletita dentro”, nuestros recuerdos
emergen traicioneramente unas veces para alegrarnos otras para llenarnos de
nostalgia, una nostalgia indolora y perpleja que a mí me hace pensar: “¡estoy
aquí, me parece increíble!”. Y esto es lo que me ha pasado en este recorrido en
el que todos los días he tenido la ocasión de contemplar y sentir en mis carnes
el sol de media noche, una
experiencia singular cuya explicación física es conocida; pero sentirla es un
plus añadido. Además, ver el proceso ya comenzado del deshielo tiene una
poética visual cautivadora. El deshielo nos muestra unas montañas veteadas de
blancos, ocres, verdes… en donde el frio helado de la nieve se funde con la
eclosión de la Primavera Ártica, porque como ya decía Neruda: “Podrán cortar
todas las flores, pero no podrán detener la Primavera”.
De la misma
forma, podrán pasar los años, pero no podrán borrar en mí el recuerdo de mis
padres y el regalo que me han hecho con este viaje que no pudieron hacer, aun
deseándolo, pues su tiempo vital se lo impidió.
Y tras esta
Primavera, ya cercana al solsticio de verano, sigue existiendo lo que yo llamo:
el Silencio Blanco del Ártico. Éste se ha venido conmigo llenándome de
estímulos plásticos que verán la luz, sin duda alguna, en mi pintura, grabado,
escultura… En suma, en mi trabajo.
María Jesús Soler